Con estos últimos días buscando de nuevo la calma interior termina nuestra estancia en Islandia. Temprano embarcamos en el ferry en el Este de la isla, en Seydisfjördur, para alcanzar en primer lugar las islas Feroe, donde haremos una parada de algunos días antes de continuar rumbo a Dinamarca. Este primer tramo de navegación es de tan sólo 18 horas, pero suficiente para que una apasionada del mar pueda sentirse feliz durante la travesía.
En cuanto abandonamos el fiordo de Seydisfjördur el mar empieza a hacerse presente, avisándonos que nos acompañará durante nuestro viaje. Efectivamente según nos vamos alejando de Islandia, los movimientos del ferry se incrementan hasta ser considerablemente fuertes.
El mar está tremendamente agitado. ¡Me encanta! El sentir esa fuerza, ese poder que tienen las aguas, que son capaces de bambolear a su capricho a este enorme ferry, me hace ser consciente de que cada uno de nosotros somos como pequeñas hormiguitas o incluso menos, como pequeños seres microscópicos en medio de esta inmensidad. Me gusta esa sensación, esa consciencia… me ayuda a comprender que todo es relativo.
Contemplo las gigantescas olas en el mar, observo como el ferry poco a poco va avanzando y siento este movimiento continuo y fuerte en el barco que hace perder el equilibrio. Tras aprenderme de memoria casi cada detalle del entorno más próximo, mi mirada se pierde en el horizonte, allí dónde sólo se ve mar y cielo, cielo y mar, allá como en el infinito.
Cuando se hace más intenso el movimiento, dejo la cubierta y me tumbo en el camarote. Así echada, estos bamboleos no los considero como tales, sino que los percibo como si se tratase de una cuna que están meciendo y yo fuese una niña pequeña que está tumbada plácidamente en ella. De esta forma percibía cómo Islandia quedaba ya allá lejos, en el pasado. Un pasado que percibía por un lado reciente, pero por otro como un remoto pasado.
Con estos pensamientos deambulando por mi mente, me quedo dormida y a las pocas horas nos avisan de la llegada a las Islas Feroe. Son las 2:00 de la madrugada. Me incorporo y lo primero que me sorprende es la noche. Es de noche de verdad. No se ve nada. Todo negro, oscuro… casi percibo miedo, todavía tengo esa sensación con la que me quedé dormida de ser una niña pequeña acunada y protegida que de repente se despierta en medio de la oscuridad.
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