Fueron setenta días sin ella. Una eternidad que cada vez se iba alargando más. Solo pinceladas de una ciudad paralizada llegaban a percibir los sentidos. A modo de vibraciones sin orden alguno, penetraban en la mente y el cuerpo y describían continuamente un mundo artificial y extraño creado por los humanos.
Llegó el momento, que de tan ansiado, hacía dudar si era real. Libertad para aislarse en la naturaleza. Según va quedando la ciudad atrás, algo va limpiando y desapareciendo de los pensamientos. Eran densos, pesados, oscuros, tristes, al fin y al cabo, grises como la ciudad y el asfalto. Poco a poco habían ido carcomiendo al organismo y lo tenían ya acorralado, le faltaba energía.
La ciudad hace ya tiempo que se perdió en el horizonte. Ahora solo campo. Una hermosa primavera tiene ya toda la floración en su máximo esplendor. Variedad de colores y texturas en las flores del campo, que a modo de majestuosas alfombras cubren el suelo.
Al llegar al lugar seleccionado, aislado, y pisar ese campo, esa tierra, esas plantas, esas flores y observar las copas de los árboles, los troncos…, el cuerpo se queda paralizado. Respirar profundamente, sintiendo como el aire puro entra renovando todo el interior. La vista se queda perdida en la corriente del río que avanza en la zona pausadamente. El organismo entero se estremece, se emociona.
Se suceden así unos cuantos días sanadores, cuerpo y mente reviven. Estaban sedientos de ella, de la majestuosidad de la naturaleza. Caminatas por las montañas, nadadas interminables explorando los meandros del río, pies descalzos en el suelo, nubes en lo alto, multitud de cánticos provenientes de la gran variedad de pájaros que habitan la zona, flores que hipnotizan, orquestas nocturnas de las numerosas ranas que habitan en el río, noches estrelladas y otras con luna brillante, atardeceres mágicos y amaneceres escuchando el trino de las aves. El tiempo se detiene o mejor dicho, no hace falta ya esa unidad de medida. Armonía de nuevo entre el ser humano y la naturaleza.
Parece mentira que todo esto que ocurrió hace tan solo unos pocos meses y tambaleó los cimientos sociales, económicos, humanos y culturales, no nos haya hecho recapacitar como sociedad para cambiar el rumbo que seguimos y sabemos que nos está dañando a la naturaleza.
¿Somos conscientes de lo poco que hace falta para alcanzar la felicidad? ¿Aceptamos de verdad que lo material solo nos aleja de ese camino? ¿Tenemos la valentía necesaria para seguir el rumbo verdadero? A merced del viento quedan estas preguntas reflexivas.
Soy maestra de infantil. Trabajo en Candas y te conocí en la entrevista de la sexta. Me gustó oír lo que decías y con el brillo intenso que lo hacías.
Te cuento que soy maestra, porque mi reflexión personal sobre lo que comentas es esta: La escuela y lo que enseña, está alejada casi por completo del amor a la naturaleza, de su cuidado y de su conocimiento. Tanto en los curruculoa como en la práctica, con excepciones por supuesto. Pero en este contexto se explica que la humanidad prefiera matarse a mancharse. Solo fijaros que los patios de los colegios son de cemento, todo es cemento o naturaleza enjaulada, hasta el punto que antes los niños se manchaban. Ahora no manchan ni sus dedos, con excepciones por supuesto. En manos de estas excepciones en las que te incluyo estará el futuro que yo quiero.
Un Placer saber de tu existencia.
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